domingo, 4 de agosto de 2013

El cantar del lobo XVI


Lord McGregor aguardó bajo la débil nevada a que Treim desmontara de su caballo. Era el rey de toda la franja Norte y él necesitaba ganar su confianza. Debía conseguir un pacto que sellara la paz y coronara a la princesa Adele. Aunque aquel bastardo del norte era un hijo de perra bastante listo para un anciano de su edad. Se sentía cansado y demasiado viejo para todas aquellas maniobras de poder. Treim bajó de un salto de su montura. Lord McGregor hizo una leve inclinación y esperó a que el joven rey le dirigiera la palabra.
–¡Levantaos! Lord McGregor sois un hombre de edad avanzada para inclinaros. No quisiera ser responsable de que terminarais en cama. –McGregor apretó los dientes ante un insulto tan educado, pero tan vejatorio.
–Os lo agradezco mi rey –respondió y se puso en pie. Una sonrisa se dibujó en su rostro al comprobar que al joven le sacaba al menos una cabeza de altura. Treim no era un hombre alto, su cuerpo se asemejaba a una rama contrahecha, de niño había sufrido una larga y penosa enfermedad, cuyo resultado había sido que el chico se convirtiera en un joven de escasa estatura, cuya columna mostraba una curvatura evidente y poco favorecedora. Aunque su rostro exhibía unos rasgos gráciles y atractivos que no disimulaban la maleficencia de su mirada o el rictus perverso de su sonrisa–. Como habéis pronosticado mis viejos huesos no pueden inclinarse durante mucho tiempo. Son las desventajas de la edad, aunque no por ello debo compadecerme, aún puedo sostener una espada.
–Claro, viejo amigo. Siempre es mejor alzar una espada que hincar una rodilla en el suelo. –Los ojos del joven rey evaluaron la reacción del anciano. A pesar de aquella reunión, tanto uno como otro se consideraban enemigos. 
Treim había aceptado aquel encuentro por una única razón. Toda guerra necesita oro, el suyo se estaba acabando. Pronto la falta de paga de sus soldados provocaría una rebelión entre sus filas, cuando estaba tan cerca de agrupar a toda la franja norte. Aquel matrimonio podía proporcionarle más ventajas que desventajas. Entre ellas, el oro que precisaba para continuar con su campaña y aplastar a sus enemigos. Sin embargo, el precio a pagar consistía en tener una bruja en su cama. Decían que la princesa poseía el don de la videncia, además, de ser una joven no desprovista de encantos. Bruja o no, sólo era una mujer. Sabía cómo contentarla y cómo acallarla. Su padre le había dado un consejo al respecto: Dale un hijo a una mujer y la dominarás para siempre. Eso es lo que haría con esa zorra del sur. Pero, ahora tenía que negociar y el viejo lord McGregor era un buen contrincante. 
–Mi rey, ¿os apetece una copa de vino?
Treim asintió y siguió al anciano hasta la sala. El viejo lord no había escatimado en manjares para agasajarle. 
–Un banquete propio de un rey –dijo el joven con satisfacción. 
–Me alegra saber que es de vuestro agrado. 
–Lo es, mi viejo amigo –respondió el rey mientras con un gesto llamaba a una de las doncellas que servían vino. Lord McGregor sonrió también con satisfacción. No era tan estúpido para que las chicas de su casa terminaran sufriendo las perversidades de ese bastardo. Había contratado a muchas jóvenes bonitas, pero conocedoras de lo que era la vida y la cama de un hombre. 
–Majestad, todo lo que hay en mi casa está a su servicio.
–Me agrada oír eso. Creo que necesito un baño y descanso. –Lord McGregor llamó a una de las sirvientas con un gesto de la mano. Era una morena de generoso busto, que a la señora Freiser no le había importado prestar esa noche a cambio de una buena paga. Sabía que el rey estaría satisfecho a la mañana siguiente. 
–Por supuesto, majestad. 
Lord McGregor vio alejarse al rey acompañado de la joven. Todos conocían la fama de Treim y sus peculiares gustos, esperaba por el bien de la chica que la señora Freiser la hubiera preparado.